Esta vez parece que la demanda por una nueva ley electoral puede crecer y alcanzar el impulso que hasta ahora no ha tenido. Los resultados de las recientes elecciones han sacado a la luz, otra vez, las enormes injusticias, incluso el carácter profundamente antidemocrático, de la norma vigente, palmaria muestra de que esa realidad de “una persona, un voto” no funciona en nuestro país. No todos los votos valen lo mismo, ni mucho menos. Es cierto que no hay sistema perfecto. Pero entre la “comedia dell´arte” del sistema italiano, estrictamente proporcional y que asegura la inestabilidad en el gobierno del país y la “comedia bárbara” del sistema español hay un término medio que es el que hay que buscar.
Las cifras, presentadas de muy diversas maneras durante estos días, son bien conocidas. Si Izquierda Unida con más de novecientos mil votos obtiene dos escaños, UPyD con los mismos trescientos mil que el PNV consigue uno por seis de éstos. A ese partido le bastan poco más de cincuenta mil votos para conseguir un escaño, al PSOE y al PP poco más de sesenta y cinco mil, a CiU poco más de setenta mil y a ERC cerca de cien mil. Así que está claro que los grandes perjudicados son los partidos pequeños que tienen alcance nacional y los grandes beneficiados, los dos grandes y los nacionalistas. Los primeros, reinan y los segundos, ejercen de bisagra y pasan su creciente factura.
Un disparate, pero no casual pues así se diseñó el sistema en la famosa transición y ha generado tantos intereses que es muy difícil reformarlo. Todo un esquema de poder, representado no sólo por esos partidos sino por intereses muy poderosos, quiere mantenerlo buscando asegurar un bipartidismo que garantice lo que ellos entienden por “gobernabilidad”. Pero ocurre que ese bipartidismo tiene en nuestro país la particularidad de las permanentes e insaciables fuerzas centrífugas de los nacionalistas y esa contradicción puede llevar a esos centros poderosos a reflexionar seriamente sobre la funcionalidad del sistema.
Una parte importante de la ciudadanía ejerce lo que se llama el “voto útil” (fomentado además por los grandes), lo que supone que el sistema vigente penaliza doblemente a los ya perjudicados. No hay duda de que si el sistema fuera más justo, ellos obtendrían no sólo más escaños sino también más votos. Se han presentado diversas propuestas de reforma, todas ellas buscando mayor justicia. Soluciones técnicas, hay de sobra. Lo que falta es voluntad política de los grandes beneficiados por el sistema.
En un reciente libro, Is democracy possible here?, Ronald Dworkin distingue entre “democracia mayoritaria” y “democracia de asociados” (partnership democracy). En este segundo concepto, que el autor prefiere, “las decisiones de la mayoría sólo son democráticas cuando se cumplen ciertas condiciones que protegen el papel y los intereses de cada ciudadano como socio (partner) en esa empresa. En esta democracia, una comunidad que permanentemente ignora los intereses de grupos minoritarios es no democrática por esa sola razón”. Si en nuestra blanda democracia, se quiere de verdad una regeneración, habría que tener en cuenta esas palabras y empezar por aplicarlas con una nueva ley electoral que asegure justicia en la ceremonia más representativa de la democracia, la única para la inmensa mayoría, como es la de votar.
Estrella Digital
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